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lunes, 12 de noviembre de 2012

El Circo (III): Los payasos

Este es un trabajo a dúo, los textos los elabora un servidor, vpower, mientras que las ilustraciones, sin duda lo más atractivo, llevan la firma de la pintora, fotógrafa, filántropa y artista en general  Alba Fernández Pérez

Los payasos son los personajes más representativos de ese espectáculo llamado circo, por eso el dueño de este que os hablo consideraba fundamental su presencia y pensaba que un circo con menos de tres payasos no merecía más consideración cómica que un paso de Semana Santa. "Lo estruendoso de las risas y los aplausos es proporcional al numero de payasos en el escenario", decía en su lenguaje de hombre de negocios conocedor de los entresijos de la empresa.

Y efectivamente en su circo el número de payasos había ido creciendo con el tiempo, formando la familia más grande y numerosa dentro de la carpa, superando incluso a los trapecistas, que ya de por sí eran una buena tropa. Cuando el circo había echado andar, hacía cosa de unos veinte años, sólo había uno que lógicamente era ahora el jefe de la cuadrilla y que dado que en aquel entonces no tenía con quien pegarse de tortas se dedicaba a tropezarse y darse trompazos con todo lo que se encontraba. Pero esa situación había cambiado por completo y en el circo actuaban cada día, simultáneamente diez payasos, de diferentes edades, estaturas y condición, pero al fin y al cabo todos equiparados en su naturaleza bajo la capa de maquillaje y la peluca.

Había una regla de oro en el gremio de los payasos y es que el último en entrar era el primero en recibir golpes y ésto no era cosa baladí pues en el fregor de la actuación, de los vítores y los aplausos del público, era difícil controlar los impulsos y la intensidad de los golpes simulados, con lo que el paso posterior por la enfermería era casi rutinario. El payaso mayor, el primero en antigüedad, era el que diseñaba los números y repartía los golpes, casi siempre en función de su grado de amistad con unos y otros o de lo sobornos que tuviesen a bien entregarle. Los castigos iban creciendo en intensidad conforme transcurría la representación, a medida que se iba caldeando el ambiente y la gente pedía más y más risas y más y más tortazos. Porque el payaso mayor era perfectamente consciente, después de más tres décadas esquivando sillas y lanzando platos, que los niños, su parte del público más fiel y entregada, eran crueles y se divertían con las desgracias ajenas, por tanto la violencia, aunque simulada, era absolutamente necesaria y estaba totalmente justificada.

    Genial ilustración de Alba Fernández, ad hoc para
    este relato breve.


El payaso mayor era el encargado de ir seleccionando a las nuevas promesas de la risa y el humor. Para ello hacía un examen basado en tres pruebas. La primera, y la más sencilla, consistía en hacer una broma o un chiste, cuanto más original y menos manido mejor. La segunda era una prueba estética, el candidato debía presentarse arreglado con el traje de faena lo mejor ataviado posible, para ello se ponían a su disposición los muchos harapos que había en la trastienda, la nariz roja y la pintura se suponía que ya venían de casa, de lo contrario el descarte era inmediato. Pero la parte más importante era la del porrazo, se valoraba el estoicismo al recibir todo tipo de agresiones y la expresividad y el júbilo de ser bendecido con tales agasajos, tan importante lo uno como lo otro, de nada valía que a uno le rompiesen la crisma si la gente no se reía con ello. Por tanto, la profesión de payaso, contra lo que la gente piensa, exigía muchas horas de ensayo mímico frente al espejo, muchos trastazos, cubos de agua sobre la cabeza, tropezones, bofetadas a una y dos manos, cabezazos y demás tipo de piruetas.

La fisonomía y el contraste de las figuras de unos y otros actores era algo que se cuidaba mucho, Así, nunca había dos payasos de la misma estatura ni del mismo peso. Dado que el payaso mayor era bastante alto todos los demás debían tener una talla inferior a él, de manera que alineados semejasen una colección de muñecas rusas. El más pequeño de todos no alcanzaba el metro y medio, mientras el más grande sobrepasaba los dos metros. Estas diferencias daban gran lustre a la actuación y un sin fin de posibilidades. Además, el reparto de las desvencijadas indumentarias se hacía inversamente a sus tallas, de forma que al más alto le correspondían los pantalones del más pequeño y a éste se le adjudicaban las prendas kilométricas del payaso gigante, de esta forma el ridículo de unos y los tropezones de los otros estaban garantizados, sin necesidad de fingimientos extras.

Pero lo que no sabe la gente es que los payasos en su vida fuera de la carpa eran gente más bien triste y de poco reir. Era como si todas sus ganas de sonreir y hacer el tonto se hubiesen agotado en la arena y al salir de la misma se volvieran grises, conscientes de la crueldad de sus vidas y del dramatismo de su existencia. Por otro lado, eran muy poco dados a aceptar bromas, ya bastante soportaban en el desempeño de su trabajo y había que tener mucho cuidado en no reirse de ellos pues se lo tomaban a la tremenda y se unían como nunca para vengar la afrenta.

Los que llevaban más años en la profesión habían ido adquiriendo los hábitos de sus representaciones y apenas podían desprenderse de ellos en su vida normal. El andar torpe de los zapatones les confería un paso de oso, lento y agigantado, como quien se pasa la vida esquivando charcos. Los muchos días y años continuados de maquillaje les palidecía la tez hasta el punto que los más veteranos ya sólo se ponían el rojo de la nariz y la boca por todo disfraz, amén de gorros y demás accesorios. La risa falsa y hueca les salía involuntariamente cuando no estaban de acuerdo en algo o desconfiaban de alguien, y era una risa de coloso, con una boca agrandada hasta límites inconcebibles a base de práctica.

Por tanto, la existencia de los payasos era más bien huérfana de alegría y de escasas risas sinceras, se sabían víctimas de las burlas perpétuas de la gente y era como si eso les marcase eternamente, desarrollando una melancolía que sólo aquellos que odian el circo pueden entender. Por supuesto, los niños los adoraban, aunque eso no les consolaba lo suficiente como para hacerlos felices y por eso formaban un grupo aparte de las demás gentes del circo, no estaban para bromas.

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