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lunes, 18 de febrero de 2013

El circo (VI): la trapecista

La trapecista era la mujer más sensual del circo. A su esbelta y curvilínea figura había que sumarle su juventud y su buen carácter, siempre con una sonrisa en la cara. Todo ello hacían de la equilibrista una mujer de bandera por la que suspiraban todos los hombres del circo. Además, si uno hacía caso a las historias que circulaban acerca de esta extraordinaria mujer, la lista de amantes era interminable. No sólo de puertas adentro del circo, sino sobre todo de puertas afuera. Se decía de ella que había entablado relaciones de amistad con gente de la nobleza y de la sociedad burguesa, y de hecho se pasaba más tiempo en los salones de las grandes casas del país que ensayando sobre el trapecio.

Lo de hacer equilibrios le venía de lejos, de su infancia, en concreto. Cuando era niña y sus padres apenas tenían un mendrugo de pan para darle, se tenía que buscar la vida y la forma más sencilla y rápida de hacerlo era subirse al muro que separaba su casa de la finca del señor obispo, justo al lado. Claro, que había un pequeño problema y es que el muro en cuestión tenía una altura de cinco metros y había que recorrer un centenar de ellos para no caer sobre los espinosos rosales, tupidos y preciosos, que crecían a lo largo de la pared. Aquel ir y venir por manzanas le había abierto el apetito por las alturas y siempre aseguraba que se encontraba mejor allá arriba que con los pies en tierra firme. Era una mujer destinada a vivir en las alturas, en todos los ámbitos de la vida.

Hace unos años había conocido a un marqués que cayó rendido a los pies de su hermosura. El noble tenía entre sus aficiones la de la aviación y, obviamente, la trapecista se sintió atraída desde el primer momento por la posibilidad de subir otra vez hasta donde alcanzaba la vista, no tanto por el caballero, que era tuerto desde la guerra de la independencia y cojo desde que se le enganchara la pierna en el tranvía. Así que la trapecista consiguió subir hasta lo más alto con el marqués pero nada más, pues nada más le interesaba de él. Sin embargo, el noble sí que había quedado prendado de la belleza de la estrella de las alturas y se le podía ver en primera línea del palco cada día que había actuación del circo en la capital, serio y circunspecto, como si asisitir al espectáculo de equilibrismo fuera más una cuestión de estado que un momento para el disfrtute, tales son las jugadas del amor no correspondido.

La ubicación de la trapecista en el recinto del circo también era especial. A ella se le había reservado la mejor caravana, con agua caliente, baño, salón con televisor y hasta una pequeña abertura practicada en el techo que se utilizaba a modo de terraza. No en vano, era una dama de reconocido prestigio en la sociedad y solía recibir visitas a menudo, ya fuera de fans con autógrafos, de niñas que querían parecerse a ella, de galanes que la querían conquistar, de productores de cine y televisión que le ofrecían contratos millonarios por apariciones en papelitos de tres al cuarto, de revistas que querían hacer una buena tirada a base de sacarle fotos, de agencias de modelos, incluso una vez la hábía visitado el emisario de un gran jeque del petróleo que pretendía comprarla a precio de oro negro para llevársela enterita a su país.

Por supuesto, salvo algunas mujeres envidiosas de su éxito y su belleza, todo los profesionales del circo estaban encantados con su presencia y, de hecho, no acababan de entender muy bien como a pesar de su fama todavía seguía ejerciendo una profesión tan peligrosa y de tan poco rédito monetario como la suya. Quizás fuera porque cuando más plenamente feliz se sentía era cuando desde las alturas, dando brincos por el aire, agarrándose a una barra con una sola mano, eran los momentos en que se sentía totalmente libre, sin ataduras ni compromisos, sólo ella y el aire, como cuando iba a hurtadillas a por manzanas en la finca del señor obispo, sin red, porque a ella siempre le había gustado jugar fuerte y sin complejos.

Sin embargo, un día como otro cualquiera algo cambió en su vida, porque donde antes todo era seguridad y disfrute en las alturas, ahora todo eran miedo y dudas. Había rumores de todo tipo, desde los que  decían que estaba embarazada y que en cada salto temía por la vida que llevaba dentro, hasta los que decían que entre las gradas había aparecido un día un antiguo amor de juventud, uno de esos que no se olvidan, y la trapecista se sentía intimidada por su mirada escrutadora, por su apostura, todavía intacta, y sobre todo por los recuerdos.

    Ilustración de Alba Fernández


Lo cierto es que a cada semana que pasaba la incertidumbre se iba apoderando cada vez más de su persona así como del espíritu del púbico, que seguía sus acrobacias con el corazón en un puño. El dueño del circo se dirigió a ella para tratar de ayudarla en la medida de sus posibilidades, aconsejándole que se tomara un descanso, unas vacaciones, y para cuando volviera todo el mundo estaría esperándola con los brazos abiertos. Pero ella no quiso atender a razones ni a consejos. Y así, un soleado día de primavera, la trapecista acometió su última y más emotiva actuación. Esa tarde, sin embargo, su rostro reflejaba una serenidad absoluta y una determinación en la mirada. Trepó lentamente y con solemnidad por la escalerilla que conducía a su herramienta de trabajo, a su querido trapecio , y comenzó a ejecutar magistralmente salto tras salto, con una soltura y suavidad como nunca se le habían visto. Entonces enfiló el número final, el cuádruple salto mortal, algo que jamás se había atrevido a realizar sin red. Voló por los aires, girando una y otra vez,  y cuando ya descendía se dice que hizo un gesto extraño, como de duda entre agarrarse o no a la barra y que eso fue lo que finalmente la llevó al desastre, pues la coordinación de giros y tempo habían sido perfectas.

Días después del lamentable suceso, los enanos del circo le contaban al domador de pulgas que minutos antes de la actuación habían visto a un hombre bien parecido, bien ataviado y con un gigantesco ramo de flores encarmarse a la caravana y llamar a la puerta. La trapecista le había franqueado la entrada, pero diez minutos más tarde el hombre salía con gesto circunspecto. Posteriormente lo habían visto en la grada, donde había estado desde hacía unas semanas, siguiendo actuación tras actuación. Y cuentan que no se inmutó, como si tuviese el rostro tallado en hielo, cuando la hermosa dama bailó en el aire por última vez.

2 comentarios:

  1. dos artistas unidos, insisto en que hay que publicar esto.

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  2. Las editoriales se disputan nuestros manuscritos :)

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