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viernes, 28 de junio de 2013

Exorcismo (1ª parte)


Nada más entrar en la casa me di cuenta de que allí habitaba el maligno, el demonio como suelen decir los profanos. No olía a azufre ni salían cucarachas de debajo de las alfombras. Al contrario, la mansión era absolutamente impresionante, tanto en su arquitectura como en su decoración interior, toda ella repleta de objetos de arte de lo más variopinto y singular. Pero todo ese lujo no era más que una pantalla detrás de la que se escondía el mal.

Después de 60 años de lucha contra Lucifer poco me queda ya por ver en este mundo que me pueda poner los pelos de punta. Y sin embargo, el caso que voy a relatar a continuación es especialmente peculiar y sin duda alguna de los más enrevesados y terribles que me ha tocado vivir a lo largo de mi ya longeva existencia. Debo confesar que sentí miedo, mejor dicho, pavor, ante los acontecimientos que se desarrollaron en este palacete. No me da vergüenza admitirlo. Es más, creo que es justo reconocer el poder de las tinieblas y la insignificancia del ser humano frente a los fuerzas del universo. Fuezas y misterios más allá de la razón, que apenas llegamos a imaginar, ya no digo comprender, y que se escapan totalmente a nuestro control. Por eso creo que tiene más mérito, si cabe, mi actuación en toda esta historia, y aunque peque de vanidad he de decir que mi papel fue de lo má brillante y osado, a la altura de un caza demonios de tan extenso curriculum como el mío.

Cuando fui llamado para practicar el exorcismo en el seno de esta familia de noble linaje, era considerada mi intervención como el último recurso. Donde habían fracasado previamente todos mis compañeros, era donde se esperaba que el el exorcista de mayor prestigio a nivel mundial triunfase. Así era considerado yo en Roma en aquellos momentos, y mi fama y reconocimiento se vieron exponencialmente incrementados después de los sucesos que tuvieron lugar en la Mansión O'Connor.

Recibí la llamada cuando estaba en medio de un caso de investigación por posible fraude en el seno de la Iglesia, en la región búlgara de Smolya. Uno más de los falsos profetas que ha visto el nuevo siglo se atribuía poderes divinos que le permitían sanar a la gente a voluntad, siempre y cuando contase con la inspiración de Dios todopoderoso. El caso ya estaba prácticamente cerrado y listo para sentencia, cuando recibí el mensaje urgente de Roma de presentarme ante su Santidad con la máxima celeridad.

El caso se me expuso brevemente, poniendo énfasis en la necesidad de derrotar a las fuezas del mal, en una batalla desigual pero de vital importancia, pues se podría resquebrajar el equilibrio entre el bien y el mal. El cine ha hecho mucho daño en este sentido, tengo que decirlo claramente. Estamos acostumbrados a ver en la gran pantalla como el demonio es derrotado, con más o menos penurias, pero derrotado estrepetisamente. Esto en sí mismo es una falacia, y afirmo, ahora que estoy en los albores de una nueva existencia, Dios me tenga en su gloria eternamente por los servicios humildemente prestados durante más de medio siglo, afirmo, decía, que ni el bien triunfa sobre el mal ni el mal sobre el bien. Ambos se encuentran en equilibrio y cuando uno de ellos toma delantera sobre el otro es cuando acontecen hechos milagrosos o desastres y calamidades que nos dejan pasmados a través de los canales de noticias de todo el ancho mundo.

Nosotros los jesuitas, y otras ramas de la Iglesia, somos los encargados de velar porque la balanza se incline en la medida de lo posible del lado bueno, pero no es fácil. De hecho, y esta es otra verdad no contada, el mal parte con ventaja. Pese a todo lo que se ha escrito, divulgado y predicado, el ser humano tiene en su naturaleza una propesión al mal mayor que la propensión al bien. Soy consciente de que esto me puede llevar a la excomunión fulminante por parte de la diócesis romana, pero ya nada me importa que sea de este mundo. Después de enfrentar al verdadero Mal, con mayúsculas, después de haber sobrevivido a la encarnación más brutal de Lucifer en la Tierra que yo he tenido ocasión de conocer por experiencia propia o de terceros, sé que mi existencia en este mundo terrenal e infecto será breve y sólo espero que mis esfuerzos, como decía sean recompensados con la contemplación de la luz eterna. Pero estoy tocado por el hálito del mal, tras haberlo combatido con todas mis fuerzas, tras haberlo ahuyentado cuando ya no había esperanza razonable, el precio a pagar es mi vida y lo asumo con honor y satisfacción, pues es un bajo precio para el negocio que aquí se estaba dirimiendo. Sí, sólo me queda la salida del suicidio, del último sacrificio, de lo contrario mi labor no estaría completa y sólo sería un mero portador del virus que ahora llevo dentro. El Mal. Sé que el Creador, en toda su benevolencia y sabiduría, que escapa a las limitadas mentes de Roma, me perdonará por tal osadía y afrenta contra Él.

Pero empecemos por el principio de este inaudito caso de posesión demoníaca. Como iba contando, salí de la Europa del Este como alma que lleva el diablo, pues era el mismo diablo en toda su orgullo y ostentación el que me daba alas para correr a su lado. El caso de posesión tenía lugar en Irlanda, en el seno de una familia de rancio abolengo, cristiana y de larga estirpe. Dicha familia habitaba un palacio de cientos de ventanas y decenas de sirvientes, y se componía de los cabezas de familia, el Conde y la Condesa (me veo obligado a omitir sus nombres reales para no perjudicar a estas benditas almas, pues ya bastante han tenido que sufrir con lo que les cayó en suerte en esta vida de luces y sombras). La pareja tenía cuatro hijos, dos de ellos gemelos. Y eran estos, de diez años de edad, el centro del problema. O al menos, eso era lo que se me había contado y lo que aparecía transcrito en el legajo de papeles que se me había donado para ponerme al corriente de la situación.

Se habían intentado tres exorcismos sobre la pareja de hermanos, sin éxito alguno o, por ser más precisos, con desastrosos resultados, pues uno de los párrocos había muerto en extrañas circunstancias, se dice que por agotamiento físico después de luchar durante más de diez horas contra el Mal. Los otros expertos que le habían precedido se habían rendido ante la imposibilidad de ganar la batalla. Y doy fe que ambos eran hombres de la más alta reputación y experiencia, pues los conozco personalmente a ambos. De hecho, días antes de personarme en la mansión, me dirigí a los dos para obtener de primera mano información fidedigna y detallada de lo que me iba a encontrar. Todo lo que me contaron, a la postre pude comprobarlo, se quedaba corto respecto a la gravedad real del asunto, pero ya en esos momentos pude discernir que se trataba de un caso de lo más complejo y aterrador.

Al parecer, los gemelos se enontraban poseídos por un mismo demonio, que saltaba de uno a otro a conveniencia o por divertirse, nunca lo sabremos, cuando se aburría o cuando el religioso de turno lo ponía contra las cuerdas. Por eso, con buen criterio, mis dos amigos habían optado por practicar un exorcismo simultáneo a los dos hermanos. Sin embargo, su estrategia resultó trágicamente fallida, porque no contaban con que la posesión corriese a cargo de un ente de los llamados príncipes de las tinieblas.

Como contaba, cuando penetré en la mansión sentí al mometo el estremecimiento que provoca la maldad pura, y lo sentí con tanta fuerza que la idea de que los dos niños fuesen receptores del diablo encajaba perfectamente. Lo que no sospechaba, ni jamás lo hubiese creído posible de no ser porque he vivido estos hechos en primera persona, es que se trataba de un caso de posesión múltiple, pero de un mismo espítiru maligno en varios cuerpos al mismo tiempo. Cuando me presentaron a los supuestos hermanos poseídos éstos presentaban un aspecto de lo más jovial y saludable. Como diría el lobo de Caperucita, estaban para comérselos y nadie podría imaginar a simple vista el calvario por el que llevaban meses pasando aquellas pobres criaturas. La familia me invitó a entrar en su mansión y me trataron como a uno más de la familia; almorcé con ellos y luego hicimos un recorrido por las habitaciones.


Casi todas las estancias eran exteriores y disponían de amplios ventanales y abundante luz, transmitiendo una sensación de paz y optimismo. Pero al llegar al dormitorio que compartían los gemelos la escena se tornaba mucho más lúgubre. Todos los muebles habían sido retirados a excepción de las dos camas que naufragaban en medio del mar muerto de la habitación. Las paredes estaban acolchadas, lo mismo que los cabeceros de las camas, en un intento por salvaguardar la integridad física de los pequeños, como si de una casa para enfermos mentales se tratase. Pero lo más impactante no era lo que se veía, esa desnudez en la decoración, sino lo que no se veía pero que un espíritu avezado en el arte del exilio de los demonios podría percibir con toda claridad. La habitación disponía de dos amplios ventanales y por tanto la luz se introducía por ella a raudales pero la tonalidad de la misma era diferente a la del resto de la casa, aquí adquiría un aspecto grisáceo, muy leve, es cierto, como de medusa, pero suficiente para turbar mi espíritu y hacerme temblar ante la ingente y peligrosa tarea que tenía por delante. No se lo hice notar a mis anfitriones porque supuse que ya serían conscientes de esa alteración en los rayos lumínicos y porque de momento no quería añadir más notas de sombra a la situación que nos afectaba. La otra característica que denota la presencia del maligno, y que raras veces se vislumbra, son las partículas de polvo en suspensión. En cualquier sitio estamos rodeados de partículas de todo género de materiales y elementos que flotan en el aire como las mariposas en primavera, livianas e indefensas a nuestro paso. Pero aquí lo que se apreciaba era que esas mismas partículas flotaban estancadas, quedaban ancladas en el aire de la habitación, como chinchetas en un corcho, y se resistían a desplazarse a nuestro paso, adhiriéndose a nuestras ropas y piel a cada paso que dábamos, como transmisores de la podredumbre que allí habitaba, partículas corrompidas del mal, mensajeras de la desgracia.

Hecha la inspección de la casa y conocida la familia y la servidumbre, me senté en el salón a solas con el matrimonio y les expuse el plan de actuación, sin entrar en grandes detalles, pues no tenía intención de acogotarlos más de lo que ya estaban, además de que, o mucho me equivocaba, o tendrían ocasión en su momento de comprobar por si mismos la magnitud del enemigo al que nos enfrentábamos. Me parecieron una pareja de lo más natural, incluso diría que excesivamente amables dadas las circunstancias. Finalmente acordé con ellos que volvería al cabo de tres días, una vez hechos todos los preparativos, para iniciar las sesiones de exorcismo, que esperaba que estaba vez diesen resultado, les comuniqué, en un intento de infundirles ánimo.

2 comentarios:

  1. Como se nota que estas descansado y con energias renovadas..
    Genial, me encanta. Publica pronto la segunda parte.

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    1. gracias, cielo. La segunda parte ya está escrito, lo escribí del tirón, en la calentura del momento. Pero para darle un poco de misterio lo publicaré mañana antes de irme a la playuqui.
      Buen finde, niña!

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