Realmente no necesitaba de grandes preparativos. Un
crucifijo, un rosario, agua bendita, la Biblia y unas aspirinas era todo lo que necesitaba
llevar para combatir al mal. Lo demás ya lo tenía en mi interior, o debería
tenerlo si quería contar con alguna posibilidad de derrotar el monstruoso
enemigo. Lo que sí necesitaba era calmar mi espíritu, reunir fuerzas y volver a
mi yo más genuino. En situaciones así siempre vuelvo a un lugar que me
transporta a los años más felices de mi existencia, los de mi infancia. En la
casa de campo familiar, donde jugaba con mis hermanos mientras esperábamos sin
prisa que nuestra madre nos llamase para sentarnos a la mesa a comer. Los
veranos transcurrían cálidos, pausados y llenos dé buenos sentimientos. Yo era
un niño feliz, ser un soldado de Cristo y luchar contra demonios y otras
fuerzas ininteligibles no entraba siquiera dentro de mi desbordante imaginación infantil. Por eso esta
casa, ahora abandonada y carcomida por el tiempo, con un letrero que pone propiedad en venta,
siempre me trae buenos recuerdos y buenas sensaciones, precisamente lo que más
necesito para enfrentarme justo a lo contrario, las pesadillas, los malos
sentimientos, el pecado, las tentaciones...
Volví a la mansión de los O'Connor justo a tiempo de
presenciar un episodio de los que constaban en la documentación que Roma me había
entregado. No es que dudase de tales fenómenos, los había visto en varias ocasiones,
pero nunca en un par de niños de diez años. Anochecía cuando pulsé el timbre en
el muro de dos metros de altura cubierto de hiedra que circundaba la amplia
finca. La respuesta tardó en llegar, lo que ya de por sí me extrañó dada la
cantidad de sirvientes que poblaban el recinto. Finalmente me abrieron y una
voz descompuesta me urgió a cubrir lo más rápido posible el espacio entre la
verja de entrada y la casa.
Lo que allí me encontré fue exactamente lo que el Vaticano
había descrito y lo que un lego en la materia llamaría una locura, sin más. Los
dos niños colgaban boca abajo del techo, como murciélagos en su cueva, sin
emitir sonido alguno, los ojos en blanco, como esperando un señal para salir
volando de la estancia. La madre lloraba desconsoladamente, el padre era un
manojo de nervios, no sabía que hacer, mientras los criados trataban de agarrar
a los niños por medio de una escalera, para evitar que se cayeran y se hicieran
daño... Les indiqué a todos que se apartaran de las pobres criaturas. Abrí mi
maletín y empecé a rezar, versículo tras versículo, mientras rociaba la
habitación con agua procedente de la pila bautismal de la mismísima basílica de San
Pedro. El efecto fue inmediato, los niños descendieron lentamente, como
levitando, hasta posarse en el suelo, luego cerraron los ojos y cuando los
abrieron preguntaron al unísono que había para cenar, pues tenían hambre, como
si fuese la cosa más normal del mundo. La madre se arrojó a sus pies, en un
llanto interminable, mientras el marido trataba de levantarla y poner un poco de
calma en la situación.
Cuanto todo hubo vuelto a la supuesta normalidad. Les
expliqué a los O'Connor que la tarea iba a ser compleja y que posiblemente
necesitaría de varios días, quizás semanas para completarla. Necesitaba
trabajar solo, sin la menor interrupción y que los niños fuesen atados de pies
y manos a sendas sillas, para evitar que se hiceran daño o que me lo hicieran a
mi. Esta fue la parte más complicada de asumir por parte de la pareja pero
finalmente cedieron a mis órdenes.
Los primeros días transcurrieron combatiendo a la infantería
del averno, nada nuevo en el arte del exorcismo, aunque no por eso poco habitual.
Se trata de pequeños demonios, de maldad reconocible pero de poderes y fuerza
no tan extremos como los de sus amos, los príncipes de las tinieblas. Pero eran
lo suficientemente correosos para darme trabajo durante varios días y dejarme
exhausto al final de cada jornada. Además, el esfuerzo había que multiplicarlo
por dos, pues los exorcismos debía practicarlos sobre ambas criaturas
simultáneamente. Había llegado a la conclusión de que purgar primero a uno de
los niños y luego al otro no era la mejor solución. El tiempo me dio la razón,
pero las fuerzas se escapaban de mi cuerpo. Para que se entienda, es como si
uno tiene que echar un pulso a dos manos con dos personas distintas.
Tardé alrededor de semana y media en allanar el camino hacia
el gran diablo que moraba en el interior de cada criatura. Nada reseñable fuera
de lo que es la práctica común en este tipo de experiencias, salvo la entrada
de un mayordomo en la estancia cuando estaba combatiendo a uno de los
engendros. Eso desvío momentáneamente mi atención y los gemelos tuvieron tiempo
de soltarle todo tipo de lindezas sobre su vida. Esto tuvo dos efectos. Por un
lado el sirviente abandonó la casa de inmediato sin ni siquiera recoger sus
pertenencias y solicitó que le fueran enviadas a su domicilio. Por otro lado,
el suceso reforzó el coraje de las criaturas que habitaban en el interior de
los niños, su éxito les dio fuerzas, la maldad se alimenta del dolor y eso me
costó varios días más de lucha y desgaste. Posteriormente, una vez acabado
todo, me enteraría de que el sirviente en cuestión se había suicidado a los
pocos días de su desgraciada irrupción en la sala del exorcismo. Desde entonces
nadie se atrevió a poner un pie dentro sin mi autorización y el servicio de la
casa se vio reducido a una anciana señora que llevaba toda la vida con la
familia y a una joven cocinera que cobraba una fortuna por dos o tres horas
diarias de trabajo, y ni siquiera fregaba los cacharros.
Limpiada la maleza del alma de los desgraciados niños,
quedaba enfrentarse al amo que habitaba en cada uno de ellos. Regularmente,
pasaba informes a la Santa Sede narrando mis progresos y había rechazado las
propuestas de recibir algún tipo de apoyo o refuerzo. Siempre he preferido
trabajar solo, la fe es algo que solo uno mismo puede medir y, Dios perdone mi arrogancia,
no tengo fe en la fe de los demás, sólo en la mía propia.
Cuando inicié el combate final mi físico ya acusaba el
esfuerzo de dos semanas de acometidas contra el Mal. Había perdido vario kilos y mi tez
estaba pálida como la cera. Si me hubiese visto al espejo en condiciones
normales me habría dado cuenta de que había envejecido unos cinco años de
golpe, pero mi mente estaba solo enfocada en lo espiritual, la materia carecía
de sentido y no tenía cabida en esos momentos.
El asalto final me depararía nuevas sorpresas. La situación
de tensión era máxima como cabe suponer teniendo en cuenta que después de
quince días de lucha diaria todavía quedaba mucha guerra por librar. Los padres
de las criaturas acusaban especialmente esta tensión y me apabullaban a preguntas
cada vez que salía de la habitación endemoniada para tomarme un respiro, lo que
no me ayudaba precisamente a recobrar fuerzas ni a serenar mi espíritu.
Conseguí en cierta medida reconfortarles y hacerles ver que íbamos por el buen
camino y que el final de la pesadilla estaba ya cerca, aunque en mi fuero
interno no me atrevía a apostar por ello, pero qué otra cosa podía decir? A
veces una mentira piadosa hace más bien que la cruda realidad, aunque provenga
de un sacerdote como yo. Así son las cosas.
El día que inicié el asalto final a la fortaleza del Mal fue
cuando cobré plena consciencia del enemigo al que me enfrentaba. Como muestra
de su poder se presentó ante mi en todo su esplendor, es decir, acompañado de
toda la fanfarria habitual en estos casos: ventanas que se sacuden, camas que repiquetean, niños que
levitan, voces guturales, idiomas jamás escuchados en los tiempos modernos,
llagas en los cuerpos, supuraciones, olores desagradables y penetrantes... Todo
eso ya lo había presenciado antes y sabía bien como aislarme de sus efectos,
pero para lo que no estaba preparado era para soportar las tentaciones del Mal
recurriendo a mis sueños más recónditos y prohibidos. Sólo una mente demoníaca
de primer orden puede atemorizar mediante la adulación y la seducción.
Lejos de aparecerse ante mi en toda su fealdad y su maldad,
el demonio se hizo presente en la forma del único amor, platónico, no carnal,
que he tenido en mi vida, la única mujer de la que he estado enamorado durante
años, sin siquiera saberlo ella. No fue una lucha contra el demonio, me
atrevería a decir, sino contra mi mismo. Al principio, dulcemente se me aparecía
la figura de mi amada, susurrando palabras de cariño y amor con tremenda ternura, vestida de ricas sedas y adornada de brazaletes y rosas por todo su
cuerpo. Luchaba por no creer esta visión, que sabía del todo falsa y
traicionera, pero el demonio por viejo, y por perro, es muy sabio e insistía en
el envite. Para enredar más las cosas, el mismo demonio había echado raíces en
los dos gemelos al mismo tiempo, algo que sólo en contadísimas ocasiones a lo
largo de los relatos de la iglesia y sus santos exorcismos se ha puesto de
manifiesto, y nunca con absoluta rotunidad. Así que allí tenía yo a mi demonio
y a mi amada al mismo tiempo, por duplicado. Cuando miraba para los niños sólo
veía al mayor objeto de mis tentaciones carnales. El diablo olía mi sangre
hirviendo, la Biblia sagrada se me escurría entre las manos, las palabras se
atragantaban en mi garganta seca y sedienta de lujuria, amor y posesión.
Y el demonio giró la tuerca una vez más. Desnudándose poco a
poco, la mujer de mis sueños y mis pesadillas se me iba mostrando en todo su
esplendor, con sus carnes abundantes y perfectas, seductora como ninguna,
ardiente y con la férrea voluntad de entregarse a mi. Yo balbuceaba palabras
incoherentes, sin sentido, que eran sólo la expresión del moribundo espiritual
en el que me estaba conviertiendo. Sus senos me rozaban, lozanos y llenos, sus
caderas amplias y suculentas querían abrazarme. Mi voluntad iba cediendo, ya
apenas ofrecía resistencia, después de tres horas luchando, el sacrificio de
las dos semanas anteriores semejaba una nimiedad al lado de este ejercicio de
resistencia numantina ante la tentación más deseada y evocadora de mi casta
existencia. Desnúdate, me decía, y
yace conmigo, elévame a los cielos para
gloria de tu Señor, me soltaba el muy abominable, y lo peor es que yo caía
poco a poco, más y más en sus redes. La útima barrera se derrumbó cuando
introdujo uno de sus erectos pechos de lleno en mi boca, su textura era dura
pero suave al mismo tiempo, su aroma el de mil flores de mil variedades
distintas, su color el de la pureza más absoluta, su sabor el de los manjares más exquisitos traídos de lejanas tierras, sus pezones como mazapanes que se derretían en mi boca. Me había vencido, estaba
condenado, y conmigo aquellas dos pobres criaturas.
Me retiré con premura la sotana y mi escasa ropa interior.
Mi desnudez se acentuaba en la luz grisácea de la muerte que llenaba el dormitorio
mientras mi amada iluminaba con su piel radiante mi rostro y mis deseos. Sin
poder retenerme por más tiempo decidí acometerla y hacerla mía. Nos movíamos acompasadamente,
erótica y sensualmente, con una cadencia hipnótica y placentera a la vista. En
el momento en que estábamos a punto de alcanzar el éxtasis arrojé con furia
incontrolable la plegaria más vehemente de mi existencia cristiana,
repitiéndola una y otra vez, como si tuviese en mis manos el mísmisimo Santo
Grial, mi fe como una montaña, rocosa, inamovible, una y otra vez, una y otra
vez... mientras me agitaba y restregaba en su interior con placer pero renegando al mismo tiempo de su
lujuria y sus encantos:
Convoco hoy día a
todas esas fuerzas poderosas, que están entre mi y esos males,
contra las
encantaciones de los falsos profetas,
contra las leyes
negras del paganismo,
contra las leyes
falsas de los herejes,
contra la astucia de
la idolatría,
contra los conjuros de
brujas, brujos y magos
contra la curiosidad
que daña el cuerpo y el alma del hombre.
Invoco a Cristo que me
proteja hoy día del veneno, el incendio, el ahogo, las heridas, para que pueda
alcanzar yo abundancia de premio!!!
NOOOOOOOOOOOOOOO!!!!
NOOOOOOOOOOOOOOO!!!!
Cuando me desperté estaba en una cama del Hospital de San
Patricio, con respiración asistida y entubado. Llevaba siete días consecutivos
sumido en un profundo sueño. Los médicos no se ponían de acuerdo en si
consderarlo un coma, pues mis constantes vitales se mantenían estables y no
presentaba órganos dañados ni patógeno alguno. Era como si me cuerpo se hubiera
quedado sin fuerzas, vacío de energía, completamente extenuado después de lo
acontecido en la mansión O'Connor. Sólo había en la habitación otra persona, una mujer de
hábito oscuro, una hermana de la fe a la que no había visto nunca. Pero
comprendió mi mirada desesperada y asintiendo con la cabeza y con una amable y amplia
sonrisa me dijo: "Lo logró usted, los niños están a salvo y los padres le
están eternamente agradecidos, a pesar de la escenita final..., pero ahora debe
descansar". Dicho este cerré los párpados y seguí durmiendo durante un par
de días más.
Ya repuesto físicamente, que no espiritualmente, la Santa
Sede me llamó a capítulo y pese a valorar mis esfuerzos me echó en cara los
métodos empleados en el exorcismo de Belcebú, que desafiaban todas las prácticas
ortodoxas y por supuesto las más mínimas reglas de cualquier buen católico.
Pero por mi entrega, seguiría en el seno de la Iglesia, si así lo deseaba,
aunque apartado para siempre del resto del mundo. La reclusión total sería el
premio a mi sacrificio, o bien nadar en las redes del laicismo después de toda
una vida dedicada a la gloria del Altísimo. Por supuesto, el dictamen era el
correcto y aquí espero el fin de mis días, en este convento retirado de la
Toscana, donde sólo tengo contacto con los barrotes de mi celda y la mano que
me da de comer a través de ellos.
Sé que mi cuerpo está enfermo y mi alma corrompida e
infectada. He copulado con el mísmisimo diablo. Y ahora que la muerte se me echa
encima sería un necio si no admitiese que lo volvería a hacer una y mil
veces, porque era la única forma de
expulsar al demonio y... porque deseaba más que nada en el mundo estrechar mi
carne con el amor que se me ha negado toda mi vida. Me arrepiento y no me
arrepiento, sé de antemano que soy un pecador y un mártir que ha cedido a la
más abyecta de las tentaciones y depravaciones. Sólo me queda esperar la
misericordia de mi Redentor o el fuego eterno, pues el suicidio es mi úncia
salida. Mi alma se debate en una constante lucha entre el bien y el mal, el
peor de los tormentos. Así que le pondré fin a la menor ocasión que se me
presente, pero este cuarto está tan vacío..., creo que no me quedará otro
remedio más que romperme el cráneo contra los mismos muros que me encarcelan.
Dios me dé fuerzas en este último trance y se apiade de mi alma pecadora!
FIN
me molo la historia. le vas cogiendo el gustillo a esto de escribir. ví el espiritú de karras sobrevolar sobre el milladoiro city, mientras leía esto. ya sabes cual es el segundo paso, lanzarte a por tu primera novela.
ResponderEliminarLa sombra del padre Karras es muy alargada. Para la novela todavía necesito mentalizarme, exige mucha continuidad. Por cierto, este finde fueron las fiestas de Miño, me acordé de vosotros
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