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miércoles, 20 de noviembre de 2013

Vivaldi


Cualquiera que me conozca un poco, o que simplemente lea un poco mi blog, sabe o se dará cuenta que soy un metalero de pro. No es algo pasajero, no es una afición a la moda. Si alguna vez el metal estuvo de moda se puede decir que fue en los 80, y realmente no estaba de moda, simplemente estaba en pleno auge, pero los que gustamos de este tipo de música siempre hemos vivido en el inframundo, culturalmente hablando, a los ojos del resto de la sociedad. Y me la pela.

Pues bien, hace dos días una buena amiga, bastante cultivada intelectualmente, aunque a veces le patina bastante la neurona, me dijo que tenía que escuchar a Vivaldi, así sin más, que seguro que me iba a gustar. Mi primera reacción fue pensar que la tía se acababa de tomar unos gin tonic on the rocks sin nada en el estómago, pero cuando insistió en el particular me di cuenta que el tema iba en serio. Así que mi segunda reacción fue darle la razón como a los locos. Sí, sí, por supuesto, claro que lo escucharé.

Con gran empecinamiento por su parte, al día siguiente, sabiendo que no había hecho los deberes, volvió a incidir sobre el asunto. A estas alturas el miedo ya se había apoderado de mi. No temía tanto por la salud mental de ella, un caso a todas luces sin remedio, sino más bien por la mía. Así que decidí actuar astutamente, algo que a los hombres nos cuesta sobremanera, pero que cuando uno se esfuerza puede resultar, incluso, hasta verosimil. Le dije que Vivaldi, por supuesto, era un genio, que estaba muy bien, pero que, oye, yo eso ya lo escuché de pequeño, cuando iba al colegio, como todos los niños, que el sistema educativo español es una birria, pero hasta ahí podíamos llegar, y quién no ha escuchado a Vivaldi en la escuela? 

Me frotaba las manos saboreando la victoria dialéctica ante una argumento de tal calado, cuando ella me envío un revés a dos manos digno del mísmisimo Rafa Nadal. Me sale con que ahora soy mayor (lo cual no implica que haya madurado, pienso yo), que ya no soy un niño, algo que me llega al alma y me remueve las entretelas, y que por tanto tengo criterio para enjuiciar la buena labor de Vivaldi, no como antes cuando sólo era un mocoso que pensaba en cromos de fútbol (porque, sí señores, lo confieso, en mi infancia me gustaba el puñetero fútbol) y soñaba con volar como Superman y que los Reyes me trajesen un Geyperman.

Así que no queda más que admitir que, una vez más, se constata la superioridad del sexo femenino y doy por perdida la partida, esto es, asumo que tengo que hacer los deberes y escuchar al casposo de Vivaldi. Le prometí que así lo haría y, como soy un hombre de palabra, aunque sea hombre, así lo he hecho. 

El resultado de la audición en youtube de Las cuatro estaciones del señor Vivaldi fue, por lo demás, sorprendente. Reconozco que no lo había vuelto a escuchar desde la infancia. Y, ojo, que no es cosa baladí, estamos hablando de una pieza de algo más de 40 minutos, todo un desafío a mi paciencia metalera... La primera sensanción que tuve al escuchar los primeros compases fue de tipo agridulce, porque me sentí transportado de inmediato a los años de la infancia, y en concreto a la clase de música de un profesor determinado al que le tenía no veneración sino más bien terror. Claro, en aquel entonces, como bien decía mi amiga, no disfrutaba ni de las estaciones ni de las paradas, sólo pensaba en salir al patio y hacer el ganso. Los años han dejado su poso, y con Vivaldi uno va desgranando sensanciones, cada una en su época, el renacer de la primavera, el calor estival, la llegada del crudo invierno... cada parte va evocando momentos vividos, buenos y malos. 

La música es magia. Y he de reconocer que ella tenía razón en ser tan cabezota, lo cual no quita para que sea cabezota siempre, mal que le pese, que no le pesa.

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