El mar no estaba menos inquieto. Rugía con una fuerza demoníaca,
como despertando de un prolongado letargo, reivindicando su poder y su
supremacía sobre la tierra, invadiendo la costa, ganando terreno a grandes
zancadas sin importarle que encontrara a su paso. Se había llevado por delante
ya varios metros del paseo marítimo, balaustrada, escaleras, duchas. La playa
aparecía azotada y plagada por lo que parecían los restos de un naufragio,
todos los regalos del mar iban a depositarse en ella: bolsas, latas, grandes
trozos de madera, artes de pesca, ropa de lo más variopinta, cascos
pertenecientes a pequeñas embarcaciones, todos ellos hechos añicos. El mar
devolvía a la humanidad toda el detritus que había depositado en él, rechazaba
nuestros vulgares regalos contaminantes, harto ya de tan poco civismo.
Contaba las olas. Una, dos, tres...y entonces la cuarta
irrumpía con una fuerza descomunal. Primero se levantaba en el aire, varios
metros por encima de la línea del horizonte, y quedaba como suspendida varios
segundos, exhibiéndose, recreándose en su voluptuosidad, intimidando a todo el
entorno, humanos y cosas inertes, todos pasmados ante su violencia. Y luego,
cuando parecía haber quedado congelada definitivamente, se producía el embate,
brutal, veloz e inesperado, acompañado de una explosión como de mil cañones de
navío de guerra. Entregaba y cobraba. Dejaba los restos, lo que no era suyo por
naturelaza y, como en pago de ello, devoraba y se llevaba todo lo que
encontraba a su paso. ´
Esa cuarta ola era mortal de necesidad. Los pocos osados que
desafiábamos el temporal asistíamos atónitos a esa cadencia mágica. Unos, dos,
tres, cuatro. Explosión y vuelta a empezar. El arenal iba mermando a ojos
vista, propiciando cada vez la aparición de escalones más profundos. Lejos de
amainar, el vendaval se hacía cada vez más fuerte y establecía competencia
directa con el mar, picados el uno con el otro, queriendo demostrar su
fuerza y su coraje. Los hombres hacía días que habían dado por perdida la
batalla y esperaban cobijados en sus casas que el tiempo les diese tregua. Un
descanso necesario, para salir a faenar, para pasear, para ver el sol, para
dejar paso a los sueños una vez más. El hombre se había rendido, la toalla
perdida en el cuadrilátero de espuma desbordante del mar. Todos los hombres, menos yo.
Miraba desafiante al mar, embutido en mi gabardina, mis
botas impermeables. La mirda fija al frente, estudiando los movimientos de mi
enemigo. Unos, dos, tres, cuatro... El viento me empujaba en todas direcciones,
como queriendo intimidarme, o tratando de persuadirme de la locura que estaba a
punto de cometer, pero fracasaba en su intento una y otra vez. Permanecía
tieso, recto como palo de escoba, en un ejercicio de equilibrismo y de
contumacia. Ni viento ni mar podrían conmigo, mi destino estaba sellado en el
pasado, mi futuro hurtado por las alas de algún ángel perverso o un demonio
empecinado.
Eludí el endeble precinto policial que delimitaba la zona de seguridad. Por supuesto, la policía hacía
tiempo que se había retirado, humanos corriendo a sus casas a ver el fútbol o
tomarse la vida con parsimonia. Mejor así, no necesitaba testigos, sólo el mar
y yo, para saldar deudas. El mar, ladrón impenitente de vidas, usurero, egoísta e
insensible. Ahora le daría una lección, demostrándole que no era omnipotente,
que sus latrocinios indiscriminados no le saldrían baratos.
Escuchaba voces de alarma, de sorpresa, de advertencia o de
pasmo de los pocos curiosos que quedaban a mi espalda. Pero se quedaron en eso,
ninguno hizo ademán de detenerme, mi paso era firme, mientras que su voluntad
era escasa. Uno, dos, tres, cuatro. La primera gran explosión me pilla justo en
la orilla y rompe con fuerza contra toda mi humanidad, como un monolito azotado
por una fuerza infinita. Aguanto el embate y entonces corro desesperado, sé que
no tengo mucho tiempo antes de que estalle la siguiente andanada. Ya ha
empezado la cuenta atrás, uno...., me arrojo al mar embravecido y nado con
todas mis fuerzas. Dos..., la orilla se aleja por momentos a pesar de que el
mar trata por todos los medios de detener mi avance. Pero estoy bien
entrenado, son años de experto nadador, horas y horas de entrenamiento.
Tres...., la mar se eleva, la ola me levanta, siento como una naúsea en el
estómago, pero no dejo de avanzar, muevo piernas y brazos todavía con más
fuerza, hasta el último aliento, apenas tengo posibilidad de aspirar aire, agua
y espuma por todas partes, restos de algas, peces de ojos desorbitados me
contemplan. Cuatro!! La gran explosión se produce una vez más, pero yo estoy más
allá de la línea de fuego, su rabia no me alcanza.
He vencido. Se produce luego el retroceso, el mar herido en
su orgullo recupera fuerzas y me va succionado, como un gran cetáceo, ya no
intento nadar, se que mi destino está sellado, lo mismo que mi tumba. Me dejo
engullir por sus oscuras aguas, como unas fauces profundas, hinca su dentadura
y veo las luces de la ciudad diluirse como en una especie de neblina a medida
que capas y capas de agua se interponen entre la superficie y yo. Por fin
encuentro el descanso junto a los míos y me río a carcajadas del mar que me
traga.
Magnífica narración llena de visiones reales como fotografías de estos mares que baten los arenales de las playas de Galicia, tan resguardas ellas por esas rías únicas. Pero los hombres de la mar la conocen y saben que se debe acudir a puerto cuanto antes y buscar refugio y aquellos que no lo consiguen, al menos buscan una cala grande y profunda que les salve, como las Islas Cíes en Vigo y allí se están proa al mar cabeceando mil veces esperando el momento que les permita salir al océano y formar cortejo con esos 600 barcos que cada día desfilan por la costa gallega. Unos traen, otros llevan y al igual que una gran fila de hormigas que no puede detenerse.
ResponderEliminarEl mar es un camino y los hombres se valen de él para sus negocios pero en ocasiones han de pagar el peaje con sus vidas.
No dominamos el mar; es posible que nunca se consiga. Esas olas gigantes que describes en tu artículo tienen una fuerza imposible de vencer.
Todos estamos, quien más quien menos, aburridos de esta climatología que nos azota desde hace semanas. Pero es la gente de mar la que más lo sufre, económicamente con la flota amarrada, o lo que es peor, a veces con sus vidas, desafiando al mar en cuanto ven un resquicio para salir a faenar.
EliminarMagnífico relato.
ResponderEliminarNo solo la gente del mar está sufriendo sino la gente del campo o mismo los animales que viven en el monte.
Este tiempo trae miseria que se une a la otra.
Bicos.
Más miseria? Creo que nos van a echar de Europa si seguimos así, ojalá... Es un tiempo excesivo, los dioses nos castigan.
EliminarBicos