Si hubiese que definir la elegancia lo más preciso sería... decir Lauren Bacall.
Recuerdo que me impresionó la primera vez que la vi en una
peli de esas de blanco y negro, de aquellas que quizás las nuevas generaciones de ahora ni
sospechan que existieron alguna vez. No me acuerdo del título, pero da igual,
sé que iba de gangsters o cosas del mundo del hampa, cine negro con mayúsculas. Aparecía un señor
que se llamaba Humpry Bogart, claro, un caballero que parecía llenar toda la pantalla… hasta que
aparecía en escena Lauren Bacall y entonces era como si se produjese un eclipse
de sol que cayese justo encima del pobre Bogart y yo ya sólo tenía ojos para la
Bacall.
Su forma de moverse, su pelo ondulado y claro, que se adivinaba rubio a
través del blanco y negro del monitor de televisión, pero sobre todo esa mirada que parecía estar
diciendo: sé perfectamente lo que piensas, baby, y no, no podrás resistirte O quizás, estoy fuera de tu alcance, pequeño, soy una Diosa.
Los años pasan para todos, oh sí, también pasaron para
Lauren Bacall, pero hay quien los lleva mejor y quien no los lleva. Bacall era
de aquel tipo de personas que compensan las arrugas con un poso de misterio, dignidad, belleza y, lo más importante, un saber estar al alcance de muy pocos.
Bacall era de esas personas que te hacen creer
que la vejez no puede ser tan mala, una estrella que emitía siempre una luz de
esperanza y que ahora está arriba, en el firmamento, para toda la eternidad.
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