Había planeado con esmero la escapada, unos cuantos días de
descanso para desconectar de la realidad del día a día. Últimamente tenía la
sensación de que sólo vivía para el trabajo, es decir, para que su jefe ganase
más y más dinero, ese sinvergüenza amasaba la pasta que le faltaba a él, a
pesar de que triplicaba, como poco, las horas de trabajo que el muy tunante
dedicaba cada día a la tarea de hacerse un poco más rico. Así que no le costó
mucho convencer a su rácano jefe de que necesitaba unos cuantos días de
descanso, aunque fuesen en pleno mes de marzo, raro mes para disfrutar de unas
vacaciones a no ser que uno tenga mucho dinero para viajar a la otra punta del
mundo. No era su caso. Su idea era mucho más sencilla, aunque igual de
efectiva.
Fue mencionar la caída en la productividad y su jefe abrió la
mano en seguida, esperando, por supuesto, rendimientos crecientes a corto
plazo. Convencer a su hermana para que le dejase el coche fue algo más
complicado. No es que a ella le importase mucho que se llevase esa lata sobre
ruedas, era más bien que se preocupaba por su integridad física. Cinco años sin
pillar un coche son muchos años, sobre todo después del accidente. Ella no
entendía muy bien que mosca le había picado para que de repente se decidiese a
conducir de nuevo, ni falta que hacía que se lo explicase, cuantas menos
explicaciones mejor. Así que aludió a un tema exclusivamente laboral y ahí
zanjó el asunto.
Le parecía como si nada hubiera cambiado desde aquel aciago
día, curva tras curva, los mismos paisajes, la misma cansina lluvia cayendo
inmisericorde sobre la oxidada chapa del coche. Temía por momentos que el
pequeño vehículo fuese a zozobrar, había aunténticas lagunas en medio de la
carretera. Una carretera comarcal como aquella no estaba preparada para evacuar
tal cantidad de líquido, así que tenía que extremar la precaución para llegar a
su destino sin mayores percances. El viento azotaba las ventanillas,
produciendo un sonido como de ogro enfadado al colarse por los entresijos que
el cristal mal ajustado dejaba a su paso. De vez en cuando algún relampago en
el horizonte, de vez en cuando alguna vaca en el camino, cruzando hipertérrita
sus dominios cual señor feudal. De pronto, el rugir del mar embravecido,
desatando toda su ira contra las rocas de la costa. El mismo dibujo, los mismos
sonidos, la misma canción, las mismas sensaciones… Como si el tiempo no hubiera
transcurrido, congelado en aquel día, sin importarle lo que había pasado a lo
largo de esos cinco años, la soledad, la sensación de que le habían arrancado
una parte de su ser, los días que pasaban sin diferencia entre unos y otros,
las horas de los fines de semana que corrían con la lentitud de un reloj de
arena, la inmisericorde soledad de las noches de los sábados y la resaca tediosa
del domingo, esperando ansioso y con espíritu masoquista a que llegase el lunes
para producir más ingresos para su jefe.
Socialmente se había convertido en un lobo solitario. Allí
no había estepas como en el norte de Europa, de lo contrario se habría echado a
ellas, en busca de su manada, huyendo de la gente. La misma gente que lo daba
ya como un caso perdido, un bicho raro. Los mismos amigos que años atrás habían
pasado con él tantas juergas y tantas locuras ahora lo miraban como a un
extraño, como si no fuese de su misma especie. No sentía la necesidad de
explicar sus sentimientos a nadie, sería una labor ingrata y fútil, mejor
ahorrársela. Él sólo quería llegar a su destino, volver al origen de todos sus
tormentos. Para qué? No tenía la menor idea. No sabía lo que encontraría allí,
si es que había algo que encontrar. Pero sabía perfectamente lo que deseaba
encontrar: paz, sosiego, olvido, y algo, cualquier cosa, de ella. Algo que le
hiciese sentir que no había estado durante cinco años echando de menos a un fantasma.
Reconoció el lugar en cuanto llegó, a pesar de que no estaba
marcado por ninguna señal de carretera. Era imposible olvidar aquel escenario
de pesadilla. La fatídica curva, enfilando hacia el desafiante acantilado, como
una pista de despegue hacia el infinito y hacia las fauces del mar que esperaba
más abajo. Aparcó el coche en el pedregal que formaba una especie de saliente
a un lado de la carretera, justo en la parte más cerrada de la curva, donde
menos visibilidad había. Se apeó. La lluvia seguía arreciando como una cortina
impenetrable, ajena a cualquier plegaria. Sus botas se posaron sobre un suelo
endurecido, de superficie granítica en la que lo único que crecía eran unos
pequeños hierbajos aquí y allá. Reconoció la superficie, recordando la trayectoria
de colisión. Todavía se podían apreciar esparcidos algunos restos del
incidente, increíblemente. En cinco años nadie se había preocupado de limpiar
aquel desastre y se podían apreciar restos de cristales, de trozos retorcidos
de plástico y de metal oxidado. Los restos de lo que una vez había sido su
coche.
Pero no había restos de ella, ni siquiera su perfume en el
aire. Pero allí la sensación de proximidad era más intensa que en su propia
casa, como si aquel fuese su último reducto, aún escapando a lo material allí
se manifestaba con más fuerza, como un sueño etéreo que trasciende lo mundano. Dio
unos pasos, divagaba, la mente perdida en la locura de aquel día, chorreándole
el pelo, ni quiera se acordó de sacar el paraguas o de ponerse el chubasquero. Se
sentía como abducido por el entorno, como si algo guiase su andar. Encaminaba
sus pasos como un autómata hacia el borde del precipicio, en medio de la
soledad, arrastrando sus pies por el suelo yermo y pantanoso, ausente de toda
vida. Sus pies parecían tener vida
propia y poco le importaba a él hacia donde le dirigiesen, ni siquiera le
amedrentaba la inmesidad del mar y el vacío que conducía al mismo. Cuando la
caída parecía segura, a escasos centímetros de la nada, una inmensa rosa negra
se abrió paso ante sus desorbitados
ojos. Tenía un tamaño considerable, con un tallo fuerte y robusto para aguantar
los embates del salitre y el viento, apenas oscilaba en medio de la tempestad, diríase que
llevaba allí un montón de tiempo formando parte del paisaje. Se agachó y
entonces el perfume le invadió, aquel perfume que tanto tiempo había añorado y
que tantas vivencias le traía a su desquiciada memoria. Se sentó y abrazó la
rosa negra contra su pecho.
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