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lunes, 2 de marzo de 2015

Lluvia contra los cristales

Precisamente ahora que llevaba un rato con la mente en blanco, sin pensar en ella, esa canción volvía a sonar por los altavoces de su pequeño utilitario. La música tiene la asombrosa cualidad de acortar las distancias, tanto físicas como temporales, y en un abrir y cerrar de ojos retrocedió en el tiempo hasta aquel fatídico día. No había sido culpa suya, pero eso no importaba, lo realmente transcendete es que ella ya no estaba  allí, en aquel preciso instante, en aquel lugar concreto, con él. Ella estaba lejos, muy lejos.

Había planeado con esmero la escapada, unos cuantos días de descanso para desconectar de la realidad del día a día. Últimamente tenía la sensación de que sólo vivía para el trabajo, es decir, para que su jefe ganase más y más dinero, ese sinvergüenza amasaba la pasta que le faltaba a él, a pesar de que triplicaba, como poco, las horas de trabajo que el muy tunante dedicaba cada día a la tarea de hacerse un poco más rico. Así que no le costó mucho convencer a su rácano jefe de que necesitaba unos cuantos días de descanso, aunque fuesen en pleno mes de marzo, raro mes para disfrutar de unas vacaciones a no ser que uno tenga mucho dinero para viajar a la otra punta del mundo. No era su caso. Su idea era mucho más sencilla, aunque igual de efectiva.

Fue mencionar la caída en la productividad y su jefe abrió la mano en seguida, esperando, por supuesto, rendimientos crecientes a corto plazo. Convencer a su hermana para que le dejase el coche fue algo más complicado. No es que a ella le importase mucho que se llevase esa lata sobre ruedas, era más bien que se preocupaba por su integridad física. Cinco años sin pillar un coche son muchos años, sobre todo después del accidente. Ella no entendía muy bien que mosca le había picado para que de repente se decidiese a conducir de nuevo, ni falta que hacía que se lo explicase, cuantas menos explicaciones mejor. Así que aludió a un tema exclusivamente laboral y ahí zanjó el asunto.

Le parecía como si nada hubiera cambiado desde aquel aciago día, curva tras curva, los mismos paisajes, la misma cansina lluvia cayendo inmisericorde sobre la oxidada chapa del coche. Temía por momentos que el pequeño vehículo fuese a zozobrar, había aunténticas lagunas en medio de la carretera. Una carretera comarcal como aquella no estaba preparada para evacuar tal cantidad de líquido, así que tenía que extremar la precaución para llegar a su destino sin mayores percances. El viento azotaba las ventanillas, produciendo un sonido como de ogro enfadado al colarse por los entresijos que el cristal mal ajustado dejaba a su paso. De vez en cuando algún relampago en el horizonte, de vez en cuando alguna vaca en el camino, cruzando hipertérrita sus dominios cual señor feudal. De pronto, el rugir del mar embravecido, desatando toda su ira contra las rocas de la costa. El mismo dibujo, los mismos sonidos, la misma canción, las mismas sensaciones… Como si el tiempo no hubiera transcurrido, congelado en aquel día, sin importarle lo que había pasado a lo largo de esos cinco años, la soledad, la sensación de que le habían arrancado una parte de su ser, los días que pasaban sin diferencia entre unos y otros, las horas de los fines de semana que corrían con la lentitud de un reloj de arena, la inmisericorde soledad de las noches de los sábados y la resaca tediosa del domingo, esperando ansioso y con espíritu masoquista a que llegase el lunes para producir más ingresos para su jefe.

Socialmente se había convertido en un lobo solitario. Allí no había estepas como en el norte de Europa, de lo contrario se habría echado a ellas, en busca de su manada, huyendo de la gente. La misma gente que lo daba ya como un caso perdido, un bicho raro. Los mismos amigos que años atrás habían pasado con él tantas juergas y tantas locuras ahora lo miraban como a un extraño, como si no fuese de su misma especie. No sentía la necesidad de explicar sus sentimientos a nadie, sería una labor ingrata y fútil, mejor ahorrársela. Él sólo quería llegar a su destino, volver al origen de todos sus tormentos. Para qué? No tenía la menor idea. No sabía lo que encontraría allí, si es que había algo que encontrar. Pero sabía perfectamente lo que deseaba encontrar: paz, sosiego, olvido, y algo, cualquier cosa, de ella. Algo que le hiciese sentir que no había estado durante cinco años echando de menos a un fantasma.

Reconoció el lugar en cuanto llegó, a pesar de que no estaba marcado por ninguna señal de carretera. Era imposible olvidar aquel escenario de pesadilla. La fatídica curva, enfilando hacia el desafiante acantilado, como una pista de despegue hacia el infinito y hacia las fauces del mar que esperaba más abajo. Aparcó el coche en el pedregal que formaba una especie de saliente a un lado de la carretera, justo en la parte más cerrada de la curva, donde menos visibilidad había. Se apeó. La lluvia seguía arreciando como una cortina impenetrable, ajena a cualquier plegaria. Sus botas se posaron sobre un suelo endurecido, de superficie granítica en la que lo único que crecía eran unos pequeños hierbajos aquí y allá. Reconoció la superficie, recordando la trayectoria de colisión. Todavía se podían apreciar esparcidos algunos restos del incidente, increíblemente. En cinco años nadie se había preocupado de limpiar aquel desastre y se podían apreciar restos de cristales, de trozos retorcidos de plástico y de metal oxidado. Los restos de lo que una vez había sido su coche.


Pero no había restos de ella, ni siquiera su perfume en el aire. Pero allí la sensación de proximidad era más intensa que en su propia casa, como si aquel fuese su último reducto, aún escapando a lo material allí se manifestaba con más fuerza, como un sueño etéreo que trasciende lo mundano. Dio unos pasos, divagaba, la mente perdida en la locura de aquel día, chorreándole el pelo, ni quiera se acordó de sacar el paraguas o de ponerse el chubasquero. Se sentía como abducido por el entorno, como si algo guiase su andar. Encaminaba sus pasos como un autómata hacia el borde del precipicio, en medio de la soledad, arrastrando sus pies por el suelo yermo y pantanoso, ausente de toda vida.  Sus pies parecían tener vida propia y poco le importaba a él hacia donde le dirigiesen, ni siquiera le amedrentaba la inmesidad del mar y el vacío que conducía al mismo. Cuando la caída parecía segura, a escasos centímetros de la nada, una inmensa rosa negra se abrió paso ante sus  desorbitados ojos. Tenía un tamaño considerable, con un tallo fuerte y robusto para aguantar los embates del salitre y el viento, apenas oscilaba en medio de la tempestad, diríase que llevaba allí un montón de tiempo formando parte del paisaje. Se agachó y entonces el perfume le invadió, aquel perfume que tanto tiempo había añorado y que tantas vivencias le traía a su desquiciada memoria. Se sentó y abrazó la rosa negra contra su pecho.

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